lunes, 20 de agosto de 2012

Ejercicio para septiembre

CUENTOS CON CORTES DE LUZ

Esta vez tienen que narrar una historia donde los personajes queden a oscuras por  un corte de electricidad, ya sea un corte programado o imprevisto. Como ejemplo y estímulo va este cuentazo de Jhumpa Lahiri.

Una medida temporal

Jhumpa Lahiri


El aviso les informó de que la medida era temporal: durante cinco días les cortarían la electricidad por espacio de una hora, a partir de las ocho de la noche. La última tormenta de nieve había producido una avería en el suministro y los empleados de la compañía iban a acometer la reparación a primera hora de la noche, cuando el clima era algo más clemente. La reparación iba a afectar solamente a las casas de la tranquila calle arbolada, cercana a una hilera de tiendas con fachadas de ladrillo y una parada de tranvía, en la que Shoba y Shukumar habían vivido durante tres años.
“Está bien que nos avisen,” admitió Shoba después de leer el aviso en voz alta, más para sí misma que para Shukumar. Dejó que la correa de su bolso de cuero, repleto de documentos, resbalara de sus hombros, y lo dejó en el pasillo mientras caminaba hacia la cocina. Llevaba un abrigo azul, pantalones grises y zapatillas blancas; se veía, a los treinta y tres, como el tipo de mujer al que alguna vez juró que nunca se parecería.
Venía del gimnasio. El carmín rojo se podía apreciar sólo en la comisura de su boca, y el delineador había dejado manchas de carbón bajo sus pestañas inferiores.
Solía verse así a veces, pensó Shukumar, en las mañanas después de una fiesta o de una noche en el bar, cuando ella tenía demasiada flojera para lavarse la cara, demasiado ávida de entregarse a sus brazos. Ella dejó caer la correspondencia en la mesa sin mirarla. Sus ojos estaban todavía fijos en el aviso que tenía en las manos. “Deberían hacer esto durante el día”.
“Cuando yo estoy aquí, quieres decir,” dijo Shukumar. Puso la tapa de vidrio en una olla con cordero, ajustándola de tal modo que ni siquiera el vapor pudiese escapar. Desde enero, él había estado trabajando en casa, intentando terminar los capítulos finales de su tesis doctoral sobre las revueltas agrarias en la India. “¿Cuándo empiezan las reparaciones?”
“Dice que el 19 de marzo. ¿Hoy es 19?” Shoba se dirigió al corcho enmarcado y colgado en la pared junto al refrigerador, vacío salvo por un calendario con motivos decorativos sacados del papel pintado de William Morris. Ella lo miró como si lo viera por primera vez, estudiando cuidadosamente el diseño en la parte superior antes de permitir que sus ojos descendieran a la trama numerada de la parte de abajo. Un amigo les había enviado por correo el calendario como regalo navideño aunque Shoba y Shukumar no hubieran celebrado la navidad aquel año.
“Es hoy, entonces,” anunció Shoba. “Por cierto, tienes una cita con el dentista el viernes que viene.”
Él pasó su lengua por la parte superior de sus dientes. Había olvidado cepillárselos esa mañana. No era la primera vez. No había salido de casa en todo el día, ni el día anterior. Cuanto más estaba Shoba fuera de casa, cuanto más comenzaba ella a hacer horas extras y a tomar trabajos adicionales, más quería él quedarse en casa, sin salir siquiera para ir por el correo o comprar fruta o vino que estaban en las tiendas junto a la parada del tranvía.
Seis meses atrás, en septiembre, Shukumar se encontraba en un congreso académico en Baltimore cuando Shoba empezó el trabajo de parto, tres semanas antes de la fecha prevista. Él no había querido ir al congreso, pero ella insistió. Era importante empezar a hacer contactos y él iba a entrar al mercado laboral al año siguiente. Ella le dijo que tenía el teléfono del hotel y una copia de los horarios y números de vuelos y que se había organizado con su amigo Gillian para que la llevara al hospital si surgía una emergencia. Cuando el taxi salió de la casa aquella mañana hacia el aeropuerto, Shoba se despidió de él en la puerta de casa envuelta en su bata, con una mano descansando en el montículo de su vientre como si fuera una parte perfectamente natural de su cuerpo.
Cada vez que recordaba ese momento, el último en que vio a Shoba embarazada, lo que más recordaba era el taxi, una camioneta pintada de azul con letras rojas. Una caverna comparada con su propio coche. Aunque Shukumar medía casi metro noventa, con unas manos demasiado grandes hasta para acomodarlas en el bolsillo de sus jeans, se sintió diminuto en el asiento trasero. Mientras el taxi iba por la calle Beacon, se imaginó el día que él y Shoba necesitaran comprar su propia camioneta, para llevar y recoger a sus hijos de las clases de música y las citas con el dentista. Se imaginó a sí mismo sosteniendo el volante, mientras Shoba se daba la vuelta para repartirles juguitos a los niños. Alguna vez estas imágenes de paternidad le habían molestado, sumándose a la preocupación de que aún era un estudiante a los treinta y cinco. Pero esa mañana de otoño, con los árboles todavía cargados con hojas de bronce, disfrutó por primera vez esa imagen.
Un miembro de la organización se las arregló para dar con él en una de las idénticas salas de convenciones donde le pasó la nota, un cuadrado rígido de papel. Si bien sólo había un número telefónico, Shukumar supo que se trataba del hospital. Cuando regresó a Boston ya todo había terminado. El bebé nació muerto. Shoba estaba en la cama dormida, en un cuarto privado tan pequeño que apenas había espacio para pararse junto a ella, en un ala del hospital que no les había sido mostrada durante la anterior visita como futuros padres. Su placenta había cedido y le habían tenido que hacer una cesárea de urgencia pero resultó demasiado tarde. El doctor explicó que esas cosas pasaban. Sonrió del modo más amable posible en que es posible sonreírle a un paciente y que sólo los profesionales conocen. Shoba podría ponerse de pie en unas cuantas semanas. No había nada que indicara que ella no pudiera tener niños en el futuro.
Por esos días, cuando Shukumar se despertaba, Shoba ya se había marchado. Él abría los ojos y veía las negras hebras de cabello que ella había dejado en la almohada y pensaba en ella, vestida, sorbiendo su tercera taza de café del día, en su oficina en el centro, en la que buscaba errores tipográficos en los libros de texto que marcaba con un ejército de lápices de diferentes colores y en un código que alguna vez le había explicado. Ella haría lo mismo con su tesis, le prometió, cuando estuviera lista. Envidiaba lo específico de su tarea tan diferente de la naturaleza elusiva de la suya.
Él era un estudiante mediocre que tenía facilidad para absorber los detalles sin curiosidad. Hasta septiembre había sido dedicado, sino diligente, resumiendo capítulos, apuntando argumentaciones en bloques de papel amarillo con líneas. Pero ahora podía quedarse en la cama hasta aburrirse, mirando su lado del armario, que Shoba siempre dejaba medio abierto, en la fila de las chaquetas de tweed y los pantalones de pana que ya no tenía necesidad de elegir para dar sus clases este semestre. Tras la muerte del niño era demasiado tarde para dejar la docencia. Pero su tutor había arreglado las cosas para que tuviera el semestre de primavera para él. Shukumar estaba en su sexto año de la universidad. “Eso y el verano te darán un buen empujón”, le había dicho su tutor. “Ya tendrías que tener todo terminado para septiembre.”
Pero no había nada empujando a Shukumar. En lugar de eso pensaba en cómo él y Shoba se habían convertido en expertos en evitarse el uno al otro en su casa de tres dormitorios, pasando todo el tiempo posible en plantas diferentes de la casa. Él pensaba en que ya no anhelaba los fines de semana, esos en los que ella se sentaba durante horas en el sillón con sus lápices de colores y sus archivos, de modo que él no quería poner un disco en su propia casa por miedo a parecer maleducado. Pensaba en cuánto tiempo había pasado desde que ella lo había mirado a los ojos y sonreído, o susurrado su nombre en las raras ocasiones en que todavía alcanzaban el cuerpo del otro antes de dormirse.
Al principio había creído que iba a pasar, que él y Shoba lo superarían de alguna manera. Ella sólo tenía treinta y tres. Era fuerte, estaba de pie de nuevo. Pero no significaba un consuelo. Normalmente, era casi hasta la hora del almuerzo cuando, al fin, Shukumar salía de la cama y bajaba hacia la cafetera, sirviéndose el café que Shoba le había dejado, junto a una taza, sobre la repisa.
Shukumar recogió las pieles de cebolla con la mano y las tiró a la basura, sobre las tiras de grasa que le había quitado al cordero. Dejó correr el agua en el fregadero, remojó el cuchillo y luego la tabla para picar, y se pasó un limón por los dedos para deshacerse del olor a ajo, un truco que había aprendido de Shoba. Eran las siete y media. A través de la ventana vio el cielo como un pequeño vacío negro. Todavía había sobre las banquetas algunos bancos disparejos de nieve, a pesar de que hacía el calor suficiente como para caminar sin gorro ni guantes. Habían caído casi noventa centímetros en la última tormenta, y la gente tenía que caminar en una sola fila, en surcos estrechos. Durante una semana ésa había sido la excusa de Shukumar para no salir de casa. Pero ahora los surcos se estaban ensanchando, y el agua escurría constantemente hacia los desagües en el pavimento.
“El cordero no va a estar listo a las ocho,” dijo Shukumar. “Vamos a tener que comer a oscuras.”
“Podemos prender velas,” sugirió Shoba. Se soltó el pelo, limpiamente recogido en la nuca durante el día, y se sacó las zapatillas sin desamarrarlas. “Voy a darme una ducha antes de que se vaya la luz”, dijo ella, dirigiéndose a la escalera. “Ahora bajo.”
Shukumar puso su morral y sus zapatillas a un costado del refrigerador. Ella nunca había sido así. Solía colgar su abrigo en una percha, sus zapatillas en el armario y pagaba las facturas tan pronto como llegaban; pero ahora ella trataba la casa como si ésta fuera un hotel. El hecho de que el sillón amarillo de la sala no combinara con la alfombra turca azul y marrón ya no le molestaba. En el porche de la parte trasera de la casa, sobre la silla de mimbre, había una bolsa blanca llena de encaje que ella alguna vez había pensado en convertir en cortinas.
Mientras Shoba se bañaba, Shukumar fue al baño de abajo y encontró un nuevo cepillo de dientes en su caja bajo el lavamanos. Las duras y baratas cerdas le hirieron las encías y escupió sangre en el lavabo. El cepillo que usaba era uno de los muchos almacenados en una caja de metal. Shoba los había comprado una vez en que estaban de descuento suponiendo que un invitado decidiera, a última hora, quedarse a pasar la noche.
Era típico de ella. Era del tipo que se prepara para las sorpresas, para las buenas y para las malas. Si encontraba una falda o un bolso que le gustara compraba dos. Guardaba las utilidades de su trabajo en una cuenta separada a su nombre. Eso no le había preocupado a él. Su propia madre se había destrozado cuando murió su padre, abandonando la casa en la que creció y regresando a Calcuta, dejando a Shukumar para que arreglara todo. Le gustaba que Shoba fuera diferente. Le asombraba la capacidad que tenía ella para pensar por adelantado. Cuando iba a hacer la compra, la despensa estaba siempre llena de botellas extra de aceite de oliva y de maíz, dependiendo de si iba a cocinar italiano o indio. Había innumerables cajas de pasta de todas las formas y colores, bolsas cerradas de arroz bastami, piernas enteras de cordero y de cabra de los carniceros musulmanes de Haymarket, cortadas y congeladas en interminables bolsas de plástico. Cada dos sábados recorrían el laberinto de puestos que Shukumar acabó aprendiendo de memoria. Observaba boquiabierto cómo ella compraba más comida, siguiéndola con bolsas de tela mientras ella se abría paso en la multitud, peleándose en el sol con niños demasiado jóvenes para afeitarse pero ya sin algunos dientes, que cerraban bolsas cafés de papel con alcachofas, ciruelas, raíces de jengibre y camotes, y los dejaban caer en sus básculas, y se los aventaban a Shoba uno por uno. A ella no le importaba que la trataran con brusquedad, ni siquiera cuando estaba embarazada. Era alta, y de hombros anchos, con unas caderas que la doctora aseguró estaban hechas para tener hijos. Durante el largo regreso en auto a casa, mientras el coche corría junto al Charles, invariablemente se maravillaban ante cuánta comida habían comprado.
Nunca se desperdiciaba nada. Cuando los amigos los visitaban, Shoba podía improvisar comidas que parecía que necesitaban medio día para prepararse, con cosas que había congelado y embotellado, no con cosas baratas de lata, sino con pimientos que ella misma había marinado en romero y chutneys que hacía los domingos, revolviendo jitomates y ciruelas en ollas hirviendo. Sus frascos etiquetados se alineaban en los estantes de la cocina, en un sinfín de pirámides selladas, suficientes, habían decidido, para durar hasta que sus nietos las probaran. Ahora ya se habían comido todo. Shukumar había ido usando las reservas continuamente, preparando comidas para los dos, sacando tazas de arroz, descongelando bolsas de carne día tras día. Cada tarde revisaba con cuidado los libros de cocina, siguiendo las instrucciones a lápiz de Shoba para usar dos cucharadas de cilantro molido y no una, o lentejas rojas en lugar de amarillas. Cada receta estaba fechada, diciendo la primera vez que habían comido ese platillo juntos. Dos de abril, col con hinojo. Catorce de enero, pollo con almendras y pasas. No tenía recuerdo de haber comido esas cosas y, sin embargo, ahí estaban anotadas con su limpia letra de correctora.
Shukumar disfrutaba cocinar ahora. Era lo que hacía que él se sintiera productivo. Si no fuera por él, sabía, Shoba se comería un plato de cereal para cenar.
Esa noche, sin luces, tendrían que cenar juntos. Durante meses se habían servido de la estufa y él se llevaba el plato al estudio, dejando que se enfriara la comida sobre la mesa antes de llevársela, sin pausa, a la boca, mientras que Shoba se llevaba el plato a la sala y veía los programas de concursos o corregía las pruebas con su arsenal de lápices de colores a la mano.
En algún momento de la tarde ella lo visitaba. Cuando él escuchaba que ella se aproximaba apartaba la novela y se ponía a teclear frases. Ella apoyaba las manos en sus hombros y lo miraba a la luz azul de la computadora. “No trabajes tanto”, le decía tras uno o dos minutos y se dirigía a la cama. Era la única vez en todo el día que ella lo buscaba y él, aún así, lo temía. Sabía que era algo que ella misma se obligaba a hacer. Ella miraría las paredes de la habitación que habían decorado juntos el verano pasado con una cenefa de patos desfilando y conejos tocando trompetas y tambores. A finales de agosto había una cuna de cerezo bajo la ventana, una mesa blanca transformable con empuñaduras verde-menta y una mecedora con cojines a cuadros. Shukumar lo había desmontado todo antes traer a Shoba de vuelta a casa del hospital, rascando con una espátula los conejos y los patos. Por alguna razón la habitación no le asustaba tanto como a Shoba. En enero, cuando dejó de trabajar en la biblioteca, puso en esa habitación, deliberadamente, su escritorio, en parte porque la habitación lo calmaba, en parte porque era un lugar que Shoba evitaba.
Shukumar regresó a la cocina y empezó a abrir cajones. Trató de localizar una vela entre las tijeras, los batidores, el mortero que ella había comprado en un bazar en Calcuta y que usaba para moler dientes de ajo y vainas de cardamomo, cuando solía cocinar. Encontró una linterna, pero no las pilas, y una caja de velitas de cumpleaños medio vacía. Shoba le había hecho una fiesta sorpresa el mayo anterior. Ciento veinte personas se habían amontonado en la casa: todos los amigos y los amigos de los amigos que ahora evadían sistemáticamente. Botellas de vino verde anidadas en una cama de hielo en la tina en el baño. Shoba estaba en su quinto mes, bebiendo ginger ale en una copa de martini. Había hecho un pastel de vainilla con natillas y caramelo. En la fiesta, toda la noche mantuvo los largos dedos de Shukumar entrelazados con los suyos mientras caminaban entre los invitados.
Desde septiembre su único invitado había sido la madre de Shoba. Llegó desde Arizona y se quedó con ellos dos meses después de que Shoba regresase del hospital. Cocinaba la cena todas las noches, manejaba hasta el supermercado, lavaba la ropa, la guardaba. Era una mujer religiosa. Tenía un pequeño altar, una imagen enmarcada de una diosa con cara color lavanda y un plato con pétalos de caléndula en la mesita junto a su cama en el cuarto de invitados, y dos veces al día rezaba pidiendo nietos saludables en un futuro. Era amable con Shukumar sin ser amistosa. Doblaba sus suéteres con la habilidad que había aprendido de su trabajo en una tienda departamental. Remplazó un botón en su abrigo de invierno y le tejió una bufanda azul y beige presentándosela a Shukumar sin ninguna ceremonia, como si sólo se le hubiera caído y no se hubiera dado cuenta. Nunca le hablaba de Shoba. Una vez, cuando él mencionó la muerte del bebé, dejó de tejer, lo miró, y le dijo “Pero tú ni siquiera estabas ahí.”
Le pareció extraño que no hubiera velas de verdad en la casa; que Shoba no se hubiera preparado para una emergencia tan común. Ahora buscaba algo para poner las velitas de cumpleaños, y se conformó con la tierra de la maceta de una enredadera que normalmente se estaba en la ventana sobre la tarja. Aunque la planta estaba cerca, la tierra estaba tan seca que tuvo que regarla para que las velas pudieran mantenerse en pie. Apartó las cosas de la mesa de la cocina, el montón de correo, los libros sin leer de la biblioteca. Recordaba sus primeras comidas ahí, cuando estaban tan emocionados de estar casados, de estar viviendo, al fin, en la misma casa, que simplemente se buscaban el uno al otro a lo loco, que estaban más ansiosos de hacer el amor que de comer. Quitó de la mesa dos manteles, regalo de boda de una tía de Lucknow, y colocó los platos y las copas de vino que normalmente guardaban para cuando había invitados. Puso la hiedra en medio, con las hojas en forma de estrella y bordes blancos. Encendió el reloj-radio digital y lo puso en una estación de jazz.
“¿Qué es todo esto?” dijo Shoba cuando bajó las escaleras. Su pelo estaba envuelto en una toalla blanca muy apretada. Se quitó la toalla y la dejó sobre una silla, dejando que su pelo, oscuro y húmedo, cayera por su espalda. Mientras andaba ausente hacia la estufa deshizo algunos nudos con los dedos. Llevaba un pantaloncillo limpio, una playera, una bata vieja de franela. Su estómago lucía plano de nuevo, su cintura delgada antes de la protuberancia de las caderas, el cinturón de la bata atado con un nudo apretado.
Eran casi las ocho. Shukumar puso el arroz en la mesa y las lentejas del día anterior en el microondas, apretando los números en el contador.
“Hiciste rogan josh,” observó Shoba mirando el brillante estofado con páprika por la tapa de cristal.
Shukumar agarró un trozo de cordero con los dedos rápidamente para no quemarse. Agarró otro trozo, mayor, con un cucharón para asegurarse de que la carne salía limpiamente del hueso. “Está listo,” anunció.
El microondas pitó cuando se apagaron las luces y se fue la música.
“Justo a tiempo,” dijo Shoba.
“Sólo pude encontrar velitas de cumpleaños.” Encendió las de la enredadera, dejando el resto de las velitas y una caja de cerillos junto a su plato.
“No importa,” dijo, moviendo un dedo a lo largo de su copa. “Se ve hermoso.”
En la penumbra, él sabía cómo se sentaba ella, un poco adelantada en la silla, los tobillos cruzados contra ésta, el codo izquierdo en la mesa. Durante su búsqueda de velas, Shukumar había encontrado una botella de vino en una caja que pensaba estaba vacía. Detuvo la botella en sus rodillas mientras daba vueltas al sacacorchos. Para no tirar vino levantó los vasos y los sostuvo cerca de sus rodillas mientras los llenaba. Cada uno se sirvió, revolviendo el arroz con los tenedores, entrecerrando los ojos mientras extraían hojas y especias del guiso. Cada cierto tiempo, Shukumar encendía unas cuantas velitas más y las metía en la tierra de la maceta.
“Es como en la India,” dijo Shoba, observándolo cuidar su candelabro improvisado. “A veces la electricidad se va por horas. Una vez estuve en toda una ceremonia del arroz en la oscuridad. El bebé sólo lloraba y lloraba. Seguro hacía mucho calor.”
Su bebé nunca había llorado, reflexionó Shukumar. Su bebé nunca iba a tener una ceremonia del arroz, a pesar de que Shoba ya había hecho la lista de invitados y decidido a cuál de sus tres hermanos le iba a pedir que le diera al bebé su primer bocado de comida sólida, a los seis meses si era niño, a los siete si era niña.
“¿Tienes calor?” Le preguntó. Empujó la resplandeciente maceta al otro extremo de la mesa, más cerca de las pilas de libros y correo, haciendo todavía más difícil que se pudieran ver. De repente le irritó no poder subir y sentarse enfrente de la computadora.
“No. Está delicioso,” dijo ella, golpeando el plato con su tenedor. “Lo está.”
Él le rellenó la copa. Ella se lo agradeció.
No eran así antes. Ahora él tenía que decir algo que le resultara interesante a ella, algo que la hiciera levantar la vista del plato o de sus galeradas. De hecho, él ya había desistido de entretenerla. Había aprendido a que no le afectaran los silencios.
“Recuerdo que durante los momentos que se iba la luz en casa de mi abuela, todos teníamos que contar algo”, continuó Shoba. Apenas podía ver su rostro pero por el tono de sus palabras él sabía que sus ojos estaban entornados como si intentara fijar su mirada en un objeto distante. Era uno de sus hábitos.
“¿Como qué?”
“No sé. Un poema. Un chiste. Un dato sobre el mundo. No sé por qué mis parientes siempre querían que les dijera el nombre de mis amigos de América. No sé por qué esa información era tan importante para ellos. La última vez que vi a mi tía me preguntó por cuatro muchachas que habían estudiado la primaria conmigo en Tucson. Apenas las recordaba.”
Shukumar no había pasado tanto tiempo en la India como Shoba. Sus padres, que se habían asentado en New Hampshire, solían regresar sin él. La primera vez que había ido, de niño, casi muere de disentería. Su padre, un tipo nervioso, tenía miedo de llevarlo otra vez, no fuera a ser que algo ocurriera, y lo dejaban con una tía y un tío en Concord. Como adolescente prefería ir a un campamento de vela o vender helados que pasar los veranos en Calcuta. No fue hasta que murió su padre, en su último año de universidad, que el país comenzó a interesarle y estudió su historia en los libros de texto como si fuera otra asignatura cualquiera. Ahora deseaba tener su propia historia de una infancia en la India.
“Hagámoslo,” dijo ella de repente.
“¿Hacer qué?”
“Decirnos algo en la oscuridad.”
“¿Cómo qué? No me sé ningún chiste.”
“No, chistes no.” Pensó un minuto. “¿Qué tal si nos contamos algo que nunca hayamos contado?”
“Yo jugaba este juego en la secundaria” recordó Shukumar, “cuando me emborrachaba.”
“Estás pensando en verdad o castigo. Esto es diferente. Bueno, yo empiezo.” Tomó un sorbo de vino. “La primera vez que estuve sola en tu departamento, miré en tu agenda para ver si me habías puesto. Creo que nos habíamos conocido hace dos semanas.”
“¿Yo dónde estaba?”
“Fuiste a contestar el teléfono en el otro cuarto. Era tu madre, y supuse que iba a ser una llamada larga. Quería saber si me habías ascendido de los márgenes de tu periódico.”
“¿Lo había hecho?”
“No. Pero no me rendí. Ahora es tu turno.”
No se le podía ocurrir nada, pero Shoba estaba esperando a que hablara. No había estado tan decidida en meses. ¿Qué quedaba que él le dijera? Recordó su primer encuentro, cuatro años antes en una sala de conferencias en Cambridge, donde un grupo de poetas bengalíes daban un recital. Terminaron uno al lado del otro, en sillas plegables de madera. Shukumar se aburrió rápido; era incapaz de descifrar la dicción literaria, y no podía unirse al resto del público mientras suspiraban y asentían solemnemente después de ciertas frases. Asomándose al periódico doblado en sus piernas estudió la temperatura de distintas ciudades alrededor del mundo. Noventa y un grados ayer en Singapur, cincuenta y uno en Estocolmo. Cuando volvió la cabeza a la izquierda, vio junto a él a una mujer haciendo una lista de compras en la parte de atrás de un fólder, y se asombró al descubrir que era hermosa.
“Bueno” dijo, recordando. “La primera vez que salimos a cenar, en el restaurante portugués, se me olvidó dejarle propina al camarero. Regresé a la mañana siguiente, averigüé su nombre y le dejé el dinero al jefe de sala.”
“¿Regresaste desde Somerville sólo para darle la propina a un camarero?”
“Tomé un taxi.”
Las velas de cumpleaños se habían agotado pero él se imaginaba perfectamente la cara de ella en la oscuridad, los ojos abiertos y brillantes, los labios llenos y con tonalidad de uva, la caída a los dos años de una silla aún visible como una coma en su barbilla. Cada día, se había dado cuenta Shukumar, su belleza, que una vez lo había superado, parecía desvanecerse. El maquillaje que le había parecido superfluo ahora era necesario, no para mejorarla; sino para definirla.
“Pero al final de la cena tenía el raro presentimiento de que me casaría contigo,” dijo admitiéndolo para sí mismo y también para ella por primera vez. “Debo haberme distraído.”
La noche siguiente Shoba llegó a casa antes de lo normal. Estaba el cordero que había sobrado de la noche anterior y Shukumar lo calentó de tal modo que pudieran cenar a las siete. Ese día había salido, por entre la nieve que se fundía, y había comprado un paquete de velas en la tienda de la esquina y pilas para la linterna. Tenía las velas preparadas en la barra, en candelabros que semejaban lotos, pero comieron bajo la lámpara de techo color bronce que colgaba sobre la mesa.
Cuando terminaron de comer, Shukumar estaba sorprendido de ver que Shoba ponía su plato sobre el de él y después los llevaba a la tarja. Él había asumido que ella se retiraría a la sala, pertrechada detrás de su barricada de galeradas.
“No te preocupes de los platos,” dijo, quitándoselos de las manos.
“Me parece tonto no lavarlos,” respondió, dejando caer una gota de detergente en la esponja. “Ya son casi las ocho.”
Su corazón se aceleró. Todo el día Shukumar había esperado a que las luces se fueran. Pensó en lo que Shoba había dicho la noche anterior, que había mirado su agenda. Se sentía bien al recordarla como era antes, tan valiente y, sin embargo, tan nerviosa cuando se conocieron; tan esperanzada. Se pararon el uno junto al otro frente al fregadero, sus reflejos juntos enmarcados en la ventana. Lo hizo sentir tímido, de la misma manera que se sintió la primera vez que se habían visto juntos en un espejo. No podía recordar la última vez que los habían fotografiado. Habían dejado de asistir a fiestas, no iban a ningún lado juntos. El rollo de su cámara todavía tenía fotos de Shoba en el jardín, cuando estaba embarazada.
Después de terminar de lavar los platos, se apoyaron contra la repisa, secándose las manos con cada extremo de una toalla. A las ocho, la casa se apagó. Shukumar prendió las mechas de las velas, impresionado por sus largas y estables llamas.
“Vamos a sentarnos afuera” dijo Shoba. “Creo que todavía hace calor.”
Cada uno agarró una vela y se sentó en los escalones. Era extraño estar sentado afuera mientras todavía había manchas de nieve en la banqueta. Pero todos estaban fuera de sus casas esa noche, con una brisa lo suficientemente fría como para poner a la gente nerviosa. Se abrían y cerraban puertas con mosquiteros. Un pequeño desfile de vecinos pasó con linternas.
“Vamos a la librería a ojear los libros” dijo un hombre con el pelo plateado. Caminaba con su esposa, una señora delgada con rompevientos y que llevaba a un perro con su correa. Eran los Bradfords, y habían introducido una tarjeta de condolencia en su buzón en septiembre.
“Escuché que tienen electricidad.”
“Eso espero” dijo Shukumar. “O si no van a tener que ojear en la oscuridad.”
La mujer se rió, pasando su brazo por el hueco que formaba el codo de su marido. “¿Quieren venir con nosotros?”
“No, gracias,” dijeron Shoba y Shukumar a la vez. A Shukumar le sorprendió que sus palabras coincidieran y se empataran con la voz de ella.
Se preguntaba qué le diría Shoba en la oscuridad. Las peores posibilidades ya habían corrido por su cabeza. Que tenía una aventura. Que no le respetaba por tener treinta y cinco y seguir siendo un estudiante. Que lo culpaba por estar en Baltimore como lo hacía la madre de ella. Pero sabía que esas cosas no eran ciertas. Ella había sido fiel como él lo había sido. Ella creía en él. Fue ella la que insistió que fuera a Baltimore. ¿Qué no sabían el uno del otro? Él sabía que ella cerraba los dedos cuando dormía, que ella temblaba en medio de las pesadillas. Sabía que prefería el melón dulce al melón normal. Sabía que cuando regresaron del hospital lo primero que ella hizo al entrar a la casa fue agarrar las cosas de ambos y tirarlas en el pasillo: libros de los estantes, plantas de las ventanas, cuadros de las paredes, fotografías de las mesas, cacerolas y sartenes que colgaban de ganchos sobre la estufa. Shukumar se había apartado de su lado observándola conforme se movía metódicamente de habitación en habitación. Cuando estuvo satisfecha se quedó allí mirando la pila que había hecho, los labios hacia atrás con tal gesto de disgusto que Shukumar pensaba que iba a escupir. Después, empezó a llorar.
Empezó a sentirse frío mientras estaban ahí sentados en las escaleras. Sentía que ella debía hablar primero para comportarse recíprocamente.
“Aquella vez que vino tu madre a visitarnos,” dijo ella al fin. “Cuando te dije que tenía que quedarme a trabajar hasta tarde, me fui con Gillian a tomar un martini.”
Él miró su rostro, la nariz delgada, la forma casi masculina de su mandíbula. Recordaba aquella noche bien. Comiendo con su madre, cansado de dar dos clases seguidas, deseando que Shoba estuviera ahí para decir las cosas adecuadas pues a él sólo se le ocurrían las inadecuadas. Habían pasado doce años desde que su padre murió, y su madre había venido a pasar dos semanas con él y Shoba para que pudieran honrar la memoria de su padre juntos. Cada noche, su madre cocinaba algo que le gustaba a su padre, pero estaba demasiado afligida como para comer, y sus ojos se humedecían mientras Shoba acariciaba su mano. “Es tan conmovedor” le había dicho Shoba en esa época. Ahora se imaginaba a Shoba con Gillian, en el bar con sillones de terciopelo a rayas, al que solían ir después del cine, ella asegurándose de que le pusieran una aceituna extra, pidiéndole a Gillian un cigarrillo. La imaginó quejándose, y a Gillian simpatizando sobre las visitas de los suegros. Fue Gillian el que llevó a Shoba al hospital.
“Te toca” le dijo, deteniendo sus pensamientos.
Shukumar escuchó, viniendo del final de la calle, el ruido de un taladro y a los electricistas gritando. Miró las fachadas oscurecidas de las casas alineadas en la calle. Brillaban velas en las ventanas de una. A pesar del calor, salía humo de la chimenea.
“Hice trampa en mi examen de Civilización Oriental en la universidad” dijo. “Era mi último semestre, los últimos exámenes. Mi padre había muerto unos meses antes. Podía ver el libro azul del tipo sentado junto a mí. Era un tipo americano, un maníaco. Sabía urdu y sánscrito. No me acordaba si el verso que teníamos que identificar era ejemplo de un ghazal o no. Vi su respuesta y la copié.”
Había sucedido hacía más de quince años. No se sintió aliviado al haberlo dicho.
Ella lo volteó a ver, mirando no su cara sino sus zapatos (mocasines viejos que usaba como pantuflas, el cuero de la parte de atrás permanentemente aplastado). Él se preguntó si le había molestado lo que había dicho, lo que diría ella. Tomó su mano y la apretó. “No tienes que decirme por qué lo hiciste,” dijo ella acercándose a él.
Se sentaron juntos hasta las nueve que regresó la luz. Oyeron que la gente en la calle aplaudía en los porches y las televisiones que se prendían. Los Bradfords regresaron por la calle, comiendo helado y los saludaron con la mano. Shoba y Shukumar devolvieron el saludo. Después se levantaron, la mano de él todavía en la de ella y entraron a la casa.
De algún modo, sin decir nada, se había convertido en eso. En un intercambio de confesiones, los modos en que se herían o se decepcionaban el uno al otro y a sí mismos. Al día siguiente, Shukumar se puso a pensar durante horas en lo que iba a decirle. Estaba dividido entre admitir que una vez había arrancado una fotografía de una mujer de una de las revistas de moda a las que ella estaba suscrita y la había llevado entre sus libros una semana o decirle que en realidad no había perdido el chaleco que ella le había regalado para su tercer aniversario sino que lo había cambiado por dinero en Filene’s y que se había emborrachado a mitad del día en el bar de un hotel. Para su primer aniversario, Shoba había cocinado una cena de diez platos para él. El chaleco le había deprimido. “Mi esposa me regaló un chaleco para nuestro aniversario,” se quejó con el cantinero, con la cabeza pesada por el coñac. “¿Qué esperaba?” respondió el cantinero. “Está casado.”
Él no sabía por qué había arrancado la fotografía de la mujer. No era tan hermosa como Shoba. Llevaba un vestido de lentejuelas y tenía un rostro tosco y magro, piernas masculinas. Sus brazos desnudos estaban alzados, los puños alrededor de la cabeza como si estuviera a punto de golpearse las orejas. Era un anuncio de medias. Shoba estaba embarazada en aquella época, su estómago de repente inmenso, a tal punto que Shukumar ya no la quería tocar. La primera vez que él vio la foto estaba en la cama acostado junto a ella, observándola mientras leía. Cuando descubrió la revista en la pila de reciclaje encontró a la mujer y arrancó la página lo más cuidadosamente que pudo. Durante una semana la estuvo mirando cada día. Sentía un deseo inmenso hacia la mujer, pero era un deseo que se convertía en asco después de uno o dos minutos. Era lo más cerca que había estado de la infidelidad.
Le contó a Shoba lo del chaleco la tercera noche, lo de la foto en la cuarta. Ella no dijo nada mientras él hablaba, no expresó protestas ni reproches. Simplemente lo escuchó, y luego agarró su mano, apretándola como hacía antes. La tercera noche ella le contó que una vez después de una conferencia a la que habían ido, lo dejó hablar con el jefe de su departamento sin decirle que tenía un poquito de paté en la barbilla. Estaba molesta con él por alguna razón y lo había dejado hablar y hablar acerca de asegurar su beca el próximo semestre, sin llevarse un dedo a su propia barbilla como señal. En la cuarta noche, dijo que nunca le había gustado el único poema que él había publicado en toda su vida, en una revista literaria de Utah. Había escrito el poema después de conocer a Shoba. Añadió que le parecía cursi.
Algo pasaba cuando la casa estaba oscura. Eran capaces de hablarse nuevamente. La tercera noche, después de cenar, se sentaron juntos en el sillón, y una vez que estuvo oscuro la empezó a besar torpemente en la frente y la cara y, aunque estaba oscuro, cerró los ojos y supo que ella también los cerró. La cuarta noche subieron cuidadosamente a la cama, buscando juntos con los pies el último escalón antes del descanso e hicieron el amor con una desesperación que habían olvidado. Ella lloró pero sin sonido y susurró su nombre y dibujó sus cejas con sus dedos en la oscuridad. Cuando le hacía el amor él se preguntaba lo que le diría la noche siguiente y lo que ella diría. Pensar en eso le excitaba. “Abrázame,” dijo él, “abrázame en tus brazos,” Para cuando regresaron las luces, se habían quedado dormidos.
La mañana de la quinta noche Shukumar encontró otra nota de la compañía eléctrica. Los cables habían sido reparados antes de lo previsto, decía. Se enojó. Él había planeado hacer camarón malai para Shoba pero al llegar de la tienda ya no se sintió con ganas de cocinar. No era lo mismo, pensaba, saber que las luces no se irían. En la tienda, el camarón parecía delgado y gris. La leche de coco estaba llena de polvo y era cara. Aún así, los compró, y también compró una vela de cera de abeja y dos botellas de vino.
Ella llegó a casa a la siete y media. “Supongo que es el final de nuestro juego” dijo él cuando la vio leer la nota.
Ella lo miró. “Si quieres puedes prender las velas.” Ella no había ido al gimnasio. Llevaba un traje debajo del abrigo. Se había retocado el maquillaje hacía poco.
Cuando ella subió las escaleras para cambiarse, Shukumar se sirvió vino y puso un disco, un álbum de Thelonius Monk que sabía que a ella le gustaba. Cuando bajó, cenaron juntos. Ella no le agradeció ni lo elogió. Simplemente comieron en una habitación oscura a la luz de una vela de cera de abeja. Habían sobrevivido una época difícil. Se terminaron los camarones. Se terminaron la primera botella de vino y comenzaron con la segunda. Se sentaron juntos hasta que la vela ardió casi por completo. Ella se movió en su silla y Shukumar pensaba que iba a decir algo. Pero ella se levantó, apagó la vela, se puso de pie, prendió la luz y se sentó de nuevo.
“¿No deberíamos seguir sin luz?” preguntó Shukumar.
Ella hizo su plato a un lado y puso sus manos sobre la mesa. “Quiero que me veas mientras te digo esto” dijo con suavidad.
El corazón de Shukumar empezó a latir con fuerza. Cuando le dijo que estaba embarazada usó las mismas palabras, las dijo con la misma suave manera, apagando el partido de básquetbol que él estaba viendo en la televisión. No había estado preparado entonces. Ahora sí lo estaba.
Sólo que él no quería que ella estuviera embarazada otra vez. No quería tener que fingir estar feliz.
“He estado buscando un departamento y encontré uno” dijo, fijando los ojos en algo que parecía estar por encima de su hombro derecho. “No es culpa de nadie,” continuó. Había soportado demasiadas cosas. Necesitaba estar sola un tiempo. Tenía algo de dinero ahorrado para hacer el primer depósito. El departamento estaba en la calle Beacon, y podía ir caminando al trabajo. Había firmado los papeles esa noche antes de llegar a casa.
Ella no lo veía, pero él la observaba. Era obvio que había practicado las líneas. Todo este tiempo había estado buscando un departamento, probando la presión del agua, preguntando si la calefacción y el agua caliente estaban incluidas en la renta.
A Shukumar le daba asco saber que había pasado los últimos tres días preparándose para una vida sin él. Se sentía aliviado y, a la vez, asqueado. Eso era lo que le estuvo tratando de decir estas últimas veladas. Ése era el objetivo de su juego.
Ahora le tocaba hablar a él. Había algo que había jurado nunca le iba a decir, y por seis meses había hecho todo lo posible para sacarlo de su mente.
Antes del ultrasonido ella le había pedido al doctor que no le dijera el sexo de su bebé, y Shukumar estuvo de acuerdo. Ella quería que fuera una sorpresa.
Después, aquellas pocas veces que habían hablado de lo ocurrido ella dijo que, por lo menos, se habían ahorrado saber eso. De alguna manera estaba orgullosa de su decisión, pues la dejaba refugiarse en el misterio. Él sabía que ella asumía que era un misterio para él también. Él había llegado demasiado tarde de Baltimore, cuando ya todo había terminado y ella estaba tumbada en la cama de hospital. Pero no. Él había llegado lo suficientemente pronto como para ver a su bebé y abrazarlo antes de que lo cremaran. Al principio había rechazado la sugerencia pero el doctor le había dicho que abrazar al bebé podía ayudarle con el proceso del duelo. Shoba
estaba dormida. Habían limpiado al bebé que tenía los párpados hinchados y cerrados con fuerza al mundo.
“Nuestro bebé fue niño”, dijo él. “Su piel era más roja que marrón. Tenía el pelo negro. Pesó casi dos kilos y medio. Sus dedos estaban cerrados como los tuyos por la noche.”
Shoba ahora lo miraba con el rostro retorcido por la pena. Él había copiado en un examen, arrancado la fotografía de una mujer de una revista. Había devuelto un chaleco y se había emborrachado a mitad del día. Había sostenido contra el pecho a su hijo, que sólo había conocido vida dentro de ella, en una habitación de hospital oscura en un ala desconocida
del edificio. Lo había abrazado hasta que una enfermera tocó a la puerta y se llevó al bebé y él se prometió a sí mismo ese día que nunca le diría a Shoba porque por aquel entonces aún la amaba y era lo único en la vida de ella que ella querría que fuera un misterio. Shukumar se levantó y puso su plato sobre el de ella. Llevó los platos hasta el fregadero pero en lugar de dejar correr el agua miró por la ventana. Afuera la noche aún era templada y los Bradford paseaban del brazo. Mientras observaba a la pareja la habitación se oscureció y él se dio la vuelta. Shoba había apagado la luz. Ella regresó a la mesa y se sentó y, al momento, Sukumar se le unió. Lloraron juntos por todas las cosas que ahora sabían.


domingo, 15 de julio de 2012


Antes de pasar a los ejercicios deberíamos seguir trabajando con los cuentos publicados este mes. Hay escasez de comentarios. Y ahora sí propongo para presentar a fines de julio un ejercicio que consiste en relatar la historia de Wakefield desde el punto de vista de la mujer, Elizabeth. Wakefield es un famoso cuento de Nathaniel Hawthorne. Debemos darle una historia a la mujer que espera, meternos en su intimidad, en sus pensamientos. Les advierto, para que no se tienten, que existe una novela que se llama “La mujer de Wakefield”. Traten de no dejarse influir por los resúmenes de dicha novela, o por la novela misma, y relaten ustedes su propia versión de los hechos. Eso sí, van a tener que leerse el cuento de Hawthorne. 

Wakefield
Nathaniel Hawthorne


Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre —llamémoslo Wakefield— que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco —sin una adecuada discriminación de las circunstancias— debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal —una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.
Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una absoluta originalidad sin precedentes y es probable que jamás se repita, es de esos que despiertan las simpatías del género humano. Cada uno de nosotros sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejante locura; y, sin embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo menos, este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre acompañado por la sensación de que la historia tiene que ser verídica y por una idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quiera que un tema afecta la mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él. A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si prefiere divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazados pulcramente y condensados en la frase final. El pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente llamativo, su enseñanza.
¿Qué clase de hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle su apellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus sentimientos conyugales, nunca violentos, se habían ido serenando hasta tomar la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. De todos los maridos, es posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza mantenía en reposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual, pero no en forma activa. Su mente se perdía en largas y ociosas especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario para alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto del vocablo, no figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de un corazón frío, pero no depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la calentura de ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos que el mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y, finalmente, de lo que ella llamaba "algo raro" en el buen hombre. Esta última cualidad es indefinible y puede que no exista.
Ahora imaginémonos a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de octubre. Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto con un hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le ha comunicado a la señora de Wakefield que debe partir en el coche nocturno para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivo del viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su inofensivo amor por el misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. Él le dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme si tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena el viernes por la noche. El propio Wakefield, tengámoslo presente, no sospecha lo que se viene. Le ofrece ambas manos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diez años. Y parte el señor Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a confundir a su mujer mediante una semana completa de ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y percibe la cara del marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse en un instante. De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo después, cuando lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de fantasías que la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel gesto de despedida aparece helado en sus facciones; o si lo sueña en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero, gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto, ella a veces duda que de veras sea viuda.
Pero quien nos incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que pierda la individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense. En vano lo buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo tengamos cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al final de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna una docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha seguido las huellas. Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield. No te alejes, ni siquiera por una corta semana, del lugar que ocupas en su casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o perdido, o definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran con mucha rapidez.
Casi arrepentido de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta temprano. Y, despertando después de un primer sueño, extiende los brazos en el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho.
—No —piensa, mientras se arropa en las cobijas—, no dormiré otra noche solo.
Por la mañana madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad quiere hacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado este paso con un propósito en mente, claro está, pero sin ser capaz de definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. La vaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son igualmente típicos de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y descubre que está curioso por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará su mujer ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos en la que él era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy cerca del fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego, quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque durmió y despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si reapareciera echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado sin remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a cruzar la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La costumbre —pues es un hombre de costumbres— lo toma de la mano y lo conduce, sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí. ¡Wakefield! ¿Adónde vas?
En ese preciso instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que lo condena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán un alboroto todos los de la casa —la recatada señora de Wakefield, la avispada sirvienta y el sucio pajecito— persiguiendo por las calles de Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra coraje para detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio en aquel edificio familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de una separación de meses o años, volvemos a ver una colina o un lago o una obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En los casos ordinarios esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una sola noche ha operado una transformación similar, puesto que en este breve lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no lo sabe. Antes de marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo hayan distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le pone el corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas de la chimenea en su nuevo aposento.
Eso en cuanto al comienzo de este largo capricho. Después de la concepción inicial y de haberse activado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en práctica, todo el asunto sigue un curso natural. Podemos suponerlo, como resultado de profundas reflexiones, comprando una nueva peluca de pelo rojizo y escogiendo diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo distinto al de su habitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el antiguo sería casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta situación sin paralelo. Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que adolece a veces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta que, a su parecer, se ha producido en el corazón de la señora de Wakefield. No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo. Bueno, ella ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado, las mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera semana de su desaparición, divisa un heraldo del mal que entra en la casa bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba aparece envuelta en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de un cuarto de hora, anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas alturas Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una efervescencia de los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose ante su conciencia con el argumento de que no debe ser molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el transcurso de unas cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo hogar.
—¡Pero si sólo está en la calle del lado! —se dice a veces.
¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular a otro. En adelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no... probablemente la semana que viene... muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestres como el autodesterrado Wakefield.
¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas! Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado. Tenemos que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar el umbral ni una vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que es capaz su corazón, mientras él poco a poco se va apagando en el de ella. Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la noción de singularidad de su conducta.
Ahora contemplemos una escena. Entre el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombre entrado en años, con pocos rasgos característicos que atraigan la atención de un transeúnte descuidado, pero cuya figura ostenta, para quienes posean la destreza de leerla, la escritura de un destino poco común. Su frente estrecha y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a veces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro. Agacha la cabeza y se mueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si no quisiera mostrarse de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo con que las circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de la obra ordinaria de la naturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación, dejando que prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en dirección opuesta, por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida, se dirige a la iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la viudez establecida. Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan indispensables para su corazón que sería un mal trato cambiarlos por la dicha. Precisamente cuando el hombre enjuto y la mujer robusta van a cruzarse, se presenta un embotellamiento momentáneo que pone a las dos figuras en contacto directo. Sus manos se tocan. El empuje de la muchedumbre presiona el pecho de ella contra el hombro del otro. Se encuentran cara a cara. Se miran a los ojos. Tras diez años de separación, es así como Wakefield tropieza con su esposa.
Vuelve a fluir el río humano y se los lleva a cada uno por su lado. La grave viuda recupera el paso y sigue hacia la iglesia, pero en el atrio se detiene y lanza una mirada atónita a la calle. Sin embargo, pasa al interior mientras va abriendo el libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con el rostro tan descompuesto que el Londres atareado y egoísta se detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones, cierra la puerta con cerrojo y se tira en la cama. Los sentimientos que por años estuvieron latentes se desbordan y le confieren un vigor efímero a su mente endeble. La miserable anomalía de su vida se le revela de golpe. Y grita exaltado:
—¡Wakefield, Wakefield, estás loco!
Quizás lo estaba. De tal modo debía de haberse amoldado a la singularidad de su situación que, examinándolo con referencia a sus semejantes y a las tareas de la vida, no se podría afirmar que estuviera en su sano juicio. Se las había ingeniado (o, más bien, las cosas habían venido a parar en esto) para separarse del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que fuera admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo con la suya. Seguía inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba —digámoslo en sentido figurado— a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin embargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El insólito destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de afectos humanos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres, mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería un ejercicio muy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre su corazón y su intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante, cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la realidad, pero sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir "pronto regresaré", sin darse cuenta de que había pasado veinte años diciéndose lo mismo.
Imagino también que, mirando hacia el pasado, estos veinte años le parecerían apenas más largos que la semana por la que en un principio había proyectado su ausencia. Wakefield consideraría la aventura como poco más que un interludio en el tema principal de su existencia. Cuando, pasado otro ratito, juzgara que ya era hora de volver a entrar a su salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al veterano señor Wakefield. ¡Qué triste equivocación! Si el tiempo esperara hasta el final de nuestras locuras favoritas, todos seríamos jóvenes hasta el día del juicio.
Cierta vez, pasados veinte años desde su desaparición, Wakefield se encuentra dando el paseo habitual hasta la residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa noche de otoño. Caen chubascos que golpetean en el pavimento y que escampan antes de que uno tenga tiempo de abrir el paraguas. Deteniéndose cerca de la casa, Wakefield distingue a través de las ventanas de la sala del segundo piso el resplandor rojizo y oscilante y los destellos caprichosos de un confortable fuego. En el techo aparece la sombra grotesca de la buena señora de Wakefield. La gorra, la nariz, la barbilla y la gruesa cintura dibujan una caricatura admirable que, además, baila al ritmo ascendiente y decreciente de las llamas, de un modo casi en exceso alegre para la sombra de una viuda entrada en años. En ese instante cae otro chaparrón que, dirigido por el viento inculto, pega de lleno contra el pecho y la cara de Wakefield. El frío otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a quedarse parado en ese sitio, mojado y tiritando, cuando en su propio hogar arde un buen fuego que puede calentarlo, cuando su propia esposa correría a buscarle la chaqueta gris y los calzones que con seguridad conserva con esmero en el armario de la alcoba? ¡No! Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones, con trabajo. Los veinte años pasados desde que los bajó le han entumecido las piernas, pero él no se da cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a ir al único hogar que te queda? Pisa tu tumba, entonces. La puerta se abre. Mientras entra, alcanzamos a echarle una mirada de despedida a su semblante y reconocemos la sonrisa de astucia que fuera precursora de la pequeña broma que desde entonces ha estado jugando a costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de la pobre mujer! En fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.
El suceso feliz —suponiendo que lo fuera— sólo puede haber ocurrido en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado ya bastante sustento para la reflexión, una porción del cual puede prestar su sabiduría para una moraleja y tomar la forma de una imagen. En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo.


martes, 1 de mayo de 2012

Ejercicio mes de mayo

Completar la historia de al menos uno de los cuatro relatos propuestos, según lo que les dicte la imaginación. Los relatos pertenecen a autores de renombre y han sido cortados a fin de trabajar en el ejercicio. 


Fecha de entrega del ejercicio: 18 de mayo de 2012.
Puede participar quien lo desee.
Enviar los ejercicios a: taller05cuentos@gmail.com


1. Miriam

Durante varios años, la señora H. T. Miller había vivido sola en un bonito apartamento (dos habitaciones y una pequeña cocina), en una antigua casa reformada, cerca del East River. Era viuda y el señor H. T. Miller le había dejado un seguro razonable. Hacía pocos gastos, no tenía amigos con quien hablar y generalmente no viajaba más allá del supermercado de la esquina. Los demás inquilinos de la casa no parecían advertir su presencia: sus vestidos eran sencillos, su cabello grisáceo, muy cómodo y ondulado natural; no usaba cosméticos y sus facciones eran comunes y poco notables. En su último aniversario había cumplido los sesenta y un años.
Sus actividades eran pocas veces espontáneas: conservaba las dos habitaciones inmaculadas, fumaba un ocasional cigarrillo, se preparaba sus propias comidas, y tenía un canario.
Entonces conoció a Miriam. Aquella noche nevaba.
La señora Miller había terminado de secar los platos de la cena y estaba hojeando el periódico de la tarde, cuando vio el anuncio de la película que proyectaban en un cine cercano. El título le fue atractivo, así que se embutió en su abrigo de piel de castor, se anudó las botas y salió del apartamento, dejando una luz encendida en la salina: sentía horror a la oscuridad.
La nieve caía suave, sutil, sin llegar a cuajar. El viento del río quedaba cortado sólo en el cruce de las calles. La señora Miller se apresuró, con la cabeza inclinada, abstraídamente, como un topo abriéndose paso por un camino incierto. Se detuvo delante de un store y compró un paquete de pastillas de menta.
Había una larga cola ante la taquilla; se situó en último lugar. Tendría (gruñó una voz cansada) que esperar un momento antes de sentarse. La señora rebuscó en su cartera de piel hasta que reunió la cantidad exacta para la entrada. La gente no parecía tener la menor prisa. Miraba a su alrededor mientras esperaba y de pronto descubrió a una niñita parada bajo el borde de la marquesina.
Su cabello era el más largo y extraño que la señora Miller había visto jamás: muy blanco y plateado, el de un albino. Le flotaba hasta la cintura, perdiéndose en ondas suaves. Era delgada y extremadamente frágil. Había una sencilla y peculiar elegancia en su modo de estarse parada con los pulgares metidos en los de su abrigo de terciopelo púrpura.
La señora Miller se sintió extrañamente excitada cuando la muchachita la miró, sonrió tibiamente.
La niña se acercó y dijo:
—¿Podría hacerme un favor?
—Si puedo, lo haré con gusto —respondió la Miller.
—Oh, es muy fácil, quiero simplemente que me compre una entrada, de otro modo no me dejarán entrar. Aquí está el dinero —graciosamente le tendió a la señora Miller dos monedas de diez y una de cinco.
Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las condujo a un vestíbulo; faltaban veinte minutos para que empezase la película.
—Me siento como una auténtica criminal —comentó alegremente la señora Miller al sentarse—. Quiero decir que esto que he hecho va contra la ley, ¿verdad? Espero no haber hecho mal. ¿Tu madre sabe dónde estás, querida? Supongo que debe saberlo, ¿no es así?
La niña no contestó, se quitó el abrigo y se lo puso sobre las piernas. Llevaba un vestido azul oscuro muy cerrado. De su cuello colgaba una cadena de oro. Sus dedos, sensitivos y musicales, jugueteaban con ella. Al examinarla con más atención, la señora Miller decidió que lo más llamativo en ella no era el cabello, sino los ojos. Eran castaños claros, tranquilos, carentes de cualquier expresión infantil y, debido a su tamaño, parecían abarcar toda su carita. La señora Miller le ofreció pastillas de menta.
—¿Cómo te llamas, querida?
—Miriam —contestó, como si pensara que ese nombre le resultaba familiar.
—Vaya coincidencia... yo también me llamo Miriam.
Y no es un nombre demasiado común, precisamente.
No me dirás ahora que tu apellido es Miller.
—Sólo Miriam.
—¿No es algo raro?
—Tal vez —repuso Miriam, e hizo rodar la pastilla de menta sobre la lengua.
La señora Miller enrojeció y se revolvió embarazosamente.
—¡Qué vocabulario tan extraño para una niña tan pequeña¡
—¿Lo cree así?
—Pues sí —dijo la señora Miller. Cambió rápidamente de tema—. ¿Te gusta el cine?
—Pues no lo sé —explicó Miriam—. Es la primera vez que vengo.
Las mujeres empezaron a llenar la sala. El estruendo del noticiario explotó en la distancia.
La señora Miller se levantó apretando su bolso bajo el brazo.
—Creo que si quiero conseguir asiento es mejor que me vaya —dijo—. Encantada de haberte conocido.
Miriam asintió con un gesto vago.
Nevó toda la semana. Ruedas y pisadas sin ruido por la calle, como si el discurrir de la vida continuase secretamente detrás de una pálida pero penetrable cortina. En el ocaso tranquilo no había cielo ni tierra, sólo nieve que se alzaba con el escarchando el cristal de las ventanas, enfriando habitaciones, sepultando la ciudad bajo el silencio.
Era necesario tener una lámpara encendida constantemente, y la señora Miller perdió la noción de los días: el viernes no era distinto del sábado, y el domingo fue a la tienda y la encontró cerrada, como es natural.  Aquella noche preparó huevos revueltos y un tazón de zumo de tomate. Tras ponerse una bata de franela y limpiarse el cutis con crema, se quedó sentada en la cama, con una bolsa de agua caliente en los pies. Estaba leyendo el Times cuando se dejó oír la campanilla de la entrada. Al principio supuso que se trataba del un error, y que quienquiera que fuese se marcharía. Pero la campanilla siguió llamando hasta en un zumbido persistente. Miró el reloj, eran las once pasadas. No era posible, ella siempre se dormía a diez.
Saltando de la cama, corrió descalza hacia la puerta.
—Ya voy, por favor, tengan paciencia.
La cerradura estaba atascada, le dio vuelta un lado y hacia el otro, mientras la campanilla no paraba de sonar.
—¡Basta! —gritó.
El pestillo cedió y abrió la puerta un palmo.
—En nombre del cielo, ¿qué...?
—Hola —dijo Miriam.
—Oh... Pero, hola... —respondió la señora Miller, avanzando indecisa unos pasos hacia el corredor —Eres aquella niña...
—Pensé que no iba a contestar; por eso no quité el dedo del timbre; sabía que estaba en casa. ¿No se alegra al verme?
La señora Miller no supo qué contestar. Pudo ver que Miriam llevaba el mismo abrigo de terciopelo púrpura y que ahora se tocaba con una boina que hacía juego con él; su cabello blanco estaba partido en dos brillantes trenzas, dobladas en los extremos con inmensos lazos blancos.
—Ya que he esperado tanto rato —dijo—, podría al menos hacerme pasar.
—Es muy tarde...
Miriam la miró de modo enigmático.
—¿Y eso qué importa? Déjeme pasar. Aquí hace frío y llevo únicamente un vestido de seda.



2.  LAS LUNAS DE JÚPITER

Encontré a mi padre en el ala de cardiología, en el octavo piso del Hospital General de Toronto. Estaba en una habitación semiprivada. La otra cama estaba vacía. Dijo que su seguro hospitalario cubría solo una cama en el pabellón, y que estaba preocupado por que pudieran cobrarle un suplemento. 
–Yo no he pedido una semiprivada –dijo.
Le dije que probablemente las salas estuvieran llenas.
–No. He visto algunas camas vacías cuando me llevaban con la silla de ruedas.
–Entonces será porque te tenían que conectar con esa cosa –le dije–. No te preocupes. Si te van a cobrar un suplemento, te lo dicen.
–Eso será probablemente –dijo–. No querrían esos trastos en las salas. Supongo que eso estará cubierto.
Le dije que estaba segura de que sí.
Tenía cables pegados al pecho. Una pequeña pantalla colgaba por encima de su cabeza. En ella, una línea brillante y dentada parpadeaba continuamente. El parpadeo iba acompañado de un nervioso zumbido electrónico. El comportamiento de su corazón estaba a la vista. Intenté ignorarlo. Me parecía que prestarle tanta atención –exagerar, de hecho, lo que debería ser una actividad totalmente secreta– era buscar problemas. Cualquier cosa exhibida de aquel modo era propensa a estallar y volverse loca.
A mi padre no parecía importarle. Decían que le tenían con tranquilizantes. “Ya sabes –decía–, las pastillas de la felicidad”. Parecía tranquilo y optimista.
Había sido distinto la noche anterior. Cuando le llevé al hospital, a la sala de urgencias, estaba pálido y con la boca cerrada. Abrió la puerta del coche, se quedó de pie y dijo despacio:
–Quizá sea mejor que me traigas una de esas sillas de ruedas.
Utilizaba la voz que siempre ponía en una crisis. Una vez, nuestra chimenea se incendió; era domingo por la tarde y yo estaba en el comedor poniendo alfileres en un vestido que estaba haciendo. Entró y dijo con aquella misma voz flemática y admonitoria:
–Janet, ¿sabes dónde hay polvos de levadura?
Los quería para echarlos al fuego. Luego dijo:
–Supongo que ha sido culpa tuya… Coser en domingo. Tuve que esperar durante más de una hora en la sala de espera en urgencias. Llamaron a un especialista de corazón que estaba en el hospital, un hombre joven. Me hizo pasar a una sala y me explicó que una de las válvulas del corazón de mi padre se había deteriorado tanto que debía ser operado inmediatamente.
Le pregunté qué sucedería si no.
–Tendría que estar en la cama –dijo el médico.
–¿Cuánto tiempo?
–Quizá tres meses.
–He querido decir, ¿cuánto tiempo vivirá?
–Eso es lo que yo también he querido decir –dijo el doctor.
Fui a ver a mi padre. Estaba sentado en la cama que había en el rincón, con la cortina descorrida.
–Es malo, ¿verdad? –me preguntó–. ¿Te ha dicho lo de la válvula?
–No es tan malo como podía ser –le dije. Luego repetí, incluso exageré, cualquier cosa esperanzadora que el médico me hubiese dicho– No estás en peligro inmediato. Tu condición física es buena, por lo de demás.
–Por lo demás –dijo mi padre con pesimismo.




3.  Restos de carnaval

No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.
En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la puerta, al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando ávidamente cómo se divertían los demás.  Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil escribir.  Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña feliz.
¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en contacto indispensable con mi mundo interior, que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes encantados sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues, esencial para mí.
No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha —yo apenas podía con las ganas de salir de una infancia vulnerable— y me pintaba la boca con pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.
Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. 





4. La edad de hierro

Por detrás del garaje pasa un callejón, tal vez te acuerdas, a veces jugabas allí con tus amigas. Ahora es un sitio desierto y abandonado, donde se acumulan y se pudren las hojas que arrastra el viento.
Ayer, al final de ese callejón, me encontré una casa hecha de cajas de cartón y plásticos con un hombre encogido dentro, un hombre al que ya había visto por las calles: alto, delgado, con la piel curtida por la intemperie y unos colmillos largos y cariados, vestido con un traje gris holgado y un sombrero de ala caída. Llevaba el sombrero puesto y estaba durmiendo con el ala doblada por debajo de la oreja. Un marginado, uno de los marginados que rondan por los aparcamientos de la calle Mill, y piden dinero a la gente que va de compras, beben bajo los pasos elevados y comen de los cubos de basura. Una de las personas sin hogar para las que agosto, el mes de las lluvias, es el peor mes. Dormido en su caja, con las piernas extendidas como una marioneta, boquiabierto. Lo rodeaba un olor desagradable: orina, vino dulce, ropa húmeda y algo más. Algo sucio.
Me quedé un rato mirándolo, observando y oliendo. Un visitante, llegado para castigarme, precisamente en un día como ayer.
Ayer fue también cuando el doctor Syfret me dio la noticia. No era una buena noticia, pero la recibí yo, era mía y solamente mía y no podía rechazarla. Tenía que cogerla en brazos y apretármela contra el pecho y llevármela a casa, sin negar con la cabeza, sin lágrimas. "Gracias, doctor —le dije—. Gracias por su sinceridad." "Haremos lo que podamos —me dijo él—. Vamos a afrontarlo juntos." Pero en aquel mismo momento, tras la fachada de camaradería, vi que ya empezaba a alejarse. Sauve qui peut. Debía su lealtad a los vivos, no a los muertos.
Solamente empecé a temblar cuando salí del coche. Después de cerrar la puerta del garaje me tiritaba todo el cuerpo: para recuperarme tuve que apretar los dientes y agarrar el bolso con fuerza. Fue entonces cuando vi las cajas y lo vi a él.
—¿Qué está haciendo aquí? —le pregunté, oyendo la irritación en mi voz pero sin controlarla—. No puede quedarse, tiene que irse.
No se movió, tirado en su refugio, levantó la vista, me examinó las medias de invierno, el abrigo azul, la falda cuya caída nunca ha acabado de quedarme bien, el pelo gris surcado por una franja de cuero cabelludo. El cuero cabelludo de una vieja, rosáceo e infantil.
Luego encogió las piernas y se levantó ociosamente. Me dio la espalda sin decir nada, sacudió el plástico negro, lo dobló por la mitad, luego en cuartos y en octavos. Sacó una bolsa (decía AIR CANADA) y cerró la cremallera. Yo estaba a su lado. Dejando detrás de las cajas una botella vacía y olor a orina, pasó frente a mí. Los pantalones se le caían y tiró de ellos hacia arriba. Yo esperé hasta estar segura de que se había marchado y oí cómo escondía el plástico en el seto del otro lado.
Dos cosas, por tanto, en el lapso de una hora: la noticia, largo tiempo temida, y ese otro reconocimiento, esa otra anunciación. La primera de las aves carroñeras, rápida, certera. ¿Cuánto tiempo podré mantenerlas alejadas? Los carroñeros de Ciudad del Cabo cuyo número nunca disminuye. Que van desnudos y no tienen frío. Que duermen en la calle y no se ponen enfermos. Que pasan hambre y no se consumen. El alcohol los calienta por dentro. El fuego líquido consume los contagios y las infecciones de la sangre. Limpian los restos del banquete. Moscas, de alas secas, de ojos vidriosos, implacables. Mis herederas.
¡Con qué pasos tan lentos entré en esta casa vacía, de la que han desaparecido todos los ecos, donde el ruido de las suelas sobre los tablones es seco y apagado! ¡Cómo eché de menos que estuvieras aquí, para abrazarme, para reconfortarme! Empiezo a entender el verdadero significado del abrazo. Abrazamos para que nos abracen. Abrazamos a nuestros hijos para ser rodeados por los brazos del futuro, para llevarnos a nosotros mismos más allá de la muerte, para ser transportados. Así era cuando yo te abrazaba, siempre. Tenemos hijos para que nos cuiden ellos a nosotros. Verdades domésticas, la verdad de una madre: desde ahora hasta el final es lo único que vas a oír de mí. Así pues: ¡cómo te he echado de menos! Cómo he echado de menos el poder subir las escaleras contigo, el pasarte los dedos por el pelo y susurrarte en el oído tal como hacía en las mañanas de escuela: "¡Hora de levantarse!". Y luego, cuando te dabas la vuelta, con el cuerpo caliente y el aliento oliendo a leche, cogerte en brazos en lo que llamábamos "darle un abrazo bien grande a mamá", el significado secreto de lo cual, el significado nunca dicho, era que mamá no tenía que estar triste porque no iba a morirse sino que seguiría viviendo en ti.


 

domingo, 4 de diciembre de 2011

Diciembre 2011


Escribir un cuento basado en lo que esta frase nos sugiera:
Una llamada de teléfono: un vuelco en el estómago.

Los relatos se publicarán el 20 de diciembre