EJERCICIO DE DICIEMBRE
Escribe una historia inspirada en alguna de estas fotografía:




Recuerdo haber
leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como
verdadera, de un hombre —llamémoslo Wakefield— que abandonó a su mujer
durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy
infrecuente, ni tampoco —sin una adecuada discriminación de las
circunstancias— debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere,
este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de
delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable
extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las
rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo
el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle
siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que
hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de
veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa
y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo
paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por
cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las
memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una
viudez otoñal —una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si
hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la
muerte.
Este resumen es
todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una
absoluta originalidad sin precedentes y es probable que jamás se repita, es
de esos que despiertan las simpatías del género humano. Cada uno de nosotros
sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejante locura; y, sin
embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por
lo menos, este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre
acompañado por la sensación de que la historia tiene que ser verídica y por
una idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quiera que un tema
afecta la mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para
pensar en él. A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a
sus propias meditaciones. Mas si prefiere divagar en mi compañía a lo largo
de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida,
confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja, así no logremos
descubrirlos, trazados pulcramente y condensados en la frase final. El
pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente llamativo, su
enseñanza.
¿Qué clase de
hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle
su apellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus
sentimientos conyugales, nunca violentos, se habían ido serenando hasta tomar
la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. De todos los maridos, es
posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza mantenía en
reposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual,
pero no en forma activa. Su mente se perdía en largas y ociosas
especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario para
alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para
plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto del vocablo, no
figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de un corazón frío, pero no
depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la calentura de
ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se hubiera
imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre los
autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál
era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana,
habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber
titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de la
existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una
suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la
astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos que el
mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y,
finalmente, de lo que ella llamaba "algo raro" en el buen hombre.
Esta última cualidad es indefinible y puede que no exista.
Ahora imaginémonos
a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de
octubre. Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto
con un hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le
ha comunicado a la señora de Wakefield que debe partir en el coche nocturno
para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivo
del viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su
inofensivo amor por el misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. Él
le dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme
si tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena
el viernes por la noche. El propio Wakefield, tengámoslo presente, no
sospecha lo que se viene. Le ofrece ambas manos. Ella tiende las suyas y
recibe el beso de partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diez
años. Y parte el señor Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a
confundir a su mujer mediante una semana completa de ausencia. Cierra la
puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y percibe la cara del
marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse en un instante.
De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo después, cuando
lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez,
y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En sus copiosas
cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de fantasías que
la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel
gesto de despedida aparece helado en sus facciones; o si lo sueña en el
cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero, gracias a
ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto, ella a
veces duda que de veras sea viuda.
Pero quien nos
incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que
pierda la individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense.
En vano lo buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta
que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo tengamos
cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento
alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al
final de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber
llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo
detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió
pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el
multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que
gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna
una docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a
contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia
insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha
seguido las huellas. Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si
eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield.
No te alejes, ni siquiera por una corta semana, del lugar que ocupas en su
casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o perdido, o
definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio
irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos
humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran
con mucha rapidez.
Casi arrepentido
de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta
temprano. Y, despertando después de un primer sueño, extiende los brazos en
el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho.
—No —piensa,
mientras se arropa en las cobijas—, no dormiré otra noche solo.
Por la mañana
madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad
quiere hacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado
este paso con un propósito en mente, claro está, pero sin ser capaz de
definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. La vaguedad del
proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son
igualmente típicos de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield
escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y descubre que está curioso
por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará su mujer
ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su
ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos en la que él
era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy cerca del
fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego,
quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque durmió y
despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si
hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si reapareciera
echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado sin
remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a cruzar
la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La
costumbre —pues es un hombre de costumbres— lo toma de la mano y lo conduce,
sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el
momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí.
¡Wakefield! ¿Adónde vas?
En ese preciso
instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad
a la que lo condena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una
agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a
mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán
un alboroto todos los de la casa —la recatada señora de Wakefield, la
avispada sirvienta y el sucio pajecito— persiguiendo por las calles de
Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra coraje para
detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio
en aquel edificio familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de
una separación de meses o años, volvemos a ver una colina o un lago o una
obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En los casos ordinarios
esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre
nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una
sola noche ha operado una transformación similar, puesto que en este breve
lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no lo sabe. Antes de
marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que
pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El
marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo hayan
distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le pone el
corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas
de la chimenea en su nuevo aposento.
Eso en cuanto al
comienzo de este largo capricho. Después de la concepción inicial y de
haberse activado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en práctica,
todo el asunto sigue un curso natural. Podemos suponerlo, como resultado de
profundas reflexiones, comprando una nueva peluca de pelo rojizo y escogiendo
diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo distinto al de
su habitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez
establecido el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el antiguo sería
casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta situación sin paralelo.
Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que
adolece a veces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta
que, a su parecer, se ha producido en el corazón de la señora de Wakefield.
No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo. Bueno, ella
ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado,
las mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera
semana de su desaparición, divisa un heraldo del mal que entra en la casa
bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba aparece envuelta
en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un
médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa
de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de un cuarto de hora,
anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas alturas
Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una efervescencia de
los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose
ante su conciencia con el argumento de que no debe ser molestada en semejante
coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el transcurso de unas
cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se
siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o
temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual relámpagos en
las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una brecha casi
infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo hogar.
—¡Pero si sólo
está en la calle del lado! —se dice a veces.
¡Insensato! Está
en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular
a otro. En adelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no... probablemente
la semana que viene... muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi
tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestres como el
autodesterrado Wakefield.
¡Ojalá yo tuviera
que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas!
Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control
pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus
consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado.
Tenemos que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar
el umbral ni una vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que
es capaz su corazón, mientras él poco a poco se va apagando en el de ella.
Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la noción de singularidad de su
conducta.
Ahora contemplemos
una escena. Entre el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombre
entrado en años, con pocos rasgos característicos que atraigan la atención de
un transeúnte descuidado, pero cuya figura ostenta, para quienes posean la
destreza de leerla, la escritura de un destino poco común. Su frente estrecha
y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a
veces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro.
Agacha la cabeza y se mueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si
no quisiera mostrarse de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo
suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo con que
las circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de
la obra ordinaria de la naturaleza, han producido aquí uno de estos. A
continuación, dejando que prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en
dirección opuesta, por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de
la vida, se dirige a la iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe
el plácido semblante de la viudez establecida. Sus pesares o se han apagado o
se han vuelto tan indispensables para su corazón que sería un mal trato
cambiarlos por la dicha. Precisamente cuando el hombre enjuto y la mujer
robusta van a cruzarse, se presenta un embotellamiento momentáneo que pone a
las dos figuras en contacto directo. Sus manos se tocan. El empuje de la
muchedumbre presiona el pecho de ella contra el hombro del otro. Se
encuentran cara a cara. Se miran a los ojos. Tras diez años de separación, es
así como Wakefield tropieza con su esposa.
Vuelve a fluir el
río humano y se los lleva a cada uno por su lado. La grave viuda recupera el
paso y sigue hacia la iglesia, pero en el atrio se detiene y lanza una mirada
atónita a la calle. Sin embargo, pasa al interior mientras va abriendo el
libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con el rostro tan descompuesto que el
Londres atareado y egoísta se detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones,
cierra la puerta con cerrojo y se tira en la cama. Los sentimientos que por
años estuvieron latentes se desbordan y le confieren un vigor efímero a su
mente endeble. La miserable anomalía de su vida se le revela de golpe. Y grita
exaltado:
—¡Wakefield,
Wakefield, estás loco!
Quizás lo estaba.
De tal modo debía de haberse amoldado a la singularidad de su situación que,
examinándolo con referencia a sus semejantes y a las tareas de la vida, no se
podría afirmar que estuviera en su sano juicio. Se las había ingeniado (o,
más bien, las cosas habían venido a parar en esto) para separarse del mundo,
hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que
fuera admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo
con la suya. Seguía inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos
tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba —digámoslo
en sentido figurado— a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin
embargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El
insólito destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de
afectos humanos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres,
mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería
un ejercicio muy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre
su corazón y su intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante,
cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba
el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la
realidad, pero sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir "pronto
regresaré", sin darse cuenta de que había pasado veinte años diciéndose
lo mismo.
Imagino también
que, mirando hacia el pasado, estos veinte años le parecerían apenas más
largos que la semana por la que en un principio había proyectado su ausencia.
Wakefield consideraría la aventura como poco más que un interludio en el tema
principal de su existencia. Cuando, pasado otro ratito, juzgara que ya era
hora de volver a entrar a su salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al
veterano señor Wakefield. ¡Qué triste equivocación! Si el tiempo esperara
hasta el final de nuestras locuras favoritas, todos seríamos jóvenes hasta el
día del juicio.
Cierta vez,
pasados veinte años desde su desaparición, Wakefield se encuentra dando el
paseo habitual hasta la residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa
noche de otoño. Caen chubascos que golpetean en el pavimento y que escampan
antes de que uno tenga tiempo de abrir el paraguas. Deteniéndose cerca de la
casa, Wakefield distingue a través de las ventanas de la sala del segundo
piso el resplandor rojizo y oscilante y los destellos caprichosos de un
confortable fuego. En el techo aparece la sombra grotesca de la buena señora
de Wakefield. La gorra, la nariz, la barbilla y la gruesa cintura dibujan una
caricatura admirable que, además, baila al ritmo ascendiente y decreciente de
las llamas, de un modo casi en exceso alegre para la sombra de una viuda
entrada en años. En ese instante cae otro chaparrón que, dirigido por el
viento inculto, pega de lleno contra el pecho y la cara de Wakefield. El frío
otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a quedarse parado en ese sitio, mojado y
tiritando, cuando en su propio hogar arde un buen fuego que puede calentarlo,
cuando su propia esposa correría a buscarle la chaqueta gris y los calzones
que con seguridad conserva con esmero en el armario de la alcoba? ¡No!
Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones, con trabajo. Los veinte años
pasados desde que los bajó le han entumecido las piernas, pero él no se da
cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a ir al único hogar que te queda? Pisa tu
tumba, entonces. La puerta se abre. Mientras entra, alcanzamos a echarle una
mirada de despedida a su semblante y reconocemos la sonrisa de astucia que
fuera precursora de la pequeña broma que desde entonces ha estado jugando a
costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de la pobre mujer! En
fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.
El suceso feliz —suponiendo
que lo fuera— sólo puede haber ocurrido en un momento impremeditado. No
seguiremos a nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado ya bastante
sustento para la reflexión, una porción del cual puede prestar su sabiduría
para una moraleja y tomar la forma de una imagen. En la aparente confusión de
nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un
sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo
dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder
para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo,
en el Paria del Universo.
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